La postal aérea lo dice todo: mientras la economía pide a gritos dólares, en Lezama los silo bolsas se multiplican. Son la evidencia concreta de un campo que decidió guardar su riqueza y esperar mejores tiempos. El resultado: exportaciones demoradas, menos divisas y una economía nacional que sigue sangrando.
Desde las alturas, Lezama ya no luce como aquel pequeño pueblo rural de la provincia de Buenos Aires. Hoy, la imagen es otra: largas filas de silo bolsas que serpentean el paisaje a la espera de un mejor precio internacional. Más de 24 mil toneladas de granos duermen bajo plástico, a la sombra de decisiones estratégicas que congelan las divisas que tanto necesita el país.
El fenómeno no es nuevo, pero nunca había alcanzado este volumen. Con las arcas del Banco Central en rojo y la presión sobre el tipo de cambio cada vez más insostenible, el grano inmovilizado es más que un problema logístico: es un arma de negociación silenciosa.
“El campo sabe cuándo vender. Y lo que estamos viendo en Lezama es exactamente eso: esperan. No porque no quieran vender, sino porque saben que cada día que pasa, la desesperación por los dólares juega a su favor”, explica un economista especializado en mercados agroexportadores.
La lógica es simple: precios internacionales a la baja, presión impositiva local en alza y un tipo de cambio que no acompaña. El productor hace cuentas y la respuesta es siempre la misma: “Mejor esperar que malvender”.
Mientras tanto, la economía nacional siente el golpe. Las exportaciones no repuntan, las reservas no crecen y los planes económicos chocan de frente contra la cruda realidad de la foto: Lezama convertido en un granero cerrado bajo siete llaves.
¿El final de la historia? Todavía no se escribe. Pero una cosa es segura: cuando el campo no vende, las cosas —para el país— no salen bien.