Aquel abril de 1991: 30 años de Norma, Walter y la convertibilidad.

Aquel abril de 1991: 30 años de Norma, Walter y la convertibilidad.

Aquel abril de 1991: 30 años de Norma, Walter y la convertibilidad.
Por: Javier Kazilari


A fines de un caluroso marzo de 1991, tras casi dos años en el poder, el gobierno de Carlos Menem mandaba al Congreso una de las leyes claves que marcarían su gestión, la Ley de Convertibilidad. Sancionada el 27 de marzo, entró en vigencia el primer día de abril y establecía una relación cambiaria fija entre la moneda nacional y la estadounidense, a razón de un dólar cada diez mil australes, que era la moneda argentina circulante en ese entonces. El autor de la misma era el ministro de economía Domingo Felipe Cavallo.

El presidente había asumido en julio del 89, cuatro meses antes de lo que le correspondía y en medio de una de las peores crisis hiperinflacionarias que tuvo la Argentina. Durante esos dos años hasta la sanción de la Ley probó distintas alternativas y ministros, tuvo su propia híper y antes de cumplir 5 meses en la presidencia fiel a su costumbre, como una broma macabra del día de los inocentes, el 28 de diciembre de 1989 expropió los depósitos a plazo fijo de los ahorristas. La mayoría habían sido pactados a 7 días como mínimo y 30 como máximo, canjeándolos por bonos a 10 años en lo que se denominó el Plan Bonex.

Cavallo asume en enero del 91 y su plan de convertibilidad fue la apuesta fuerte del presidente para enderezar el rumbo y para que no se prenda fuego por completo el país. Entre las crisis heredadas por el gobierno de Menem estaba la cuestión de la clase pasiva. Los sueldos eran magros, miles tenían la edad pero nunca se habían jubilado porque al haber trabajado en negro toda su vida, no tenían aportes. También estaban los miles que cobraban mucho menos de lo que les correspondía y que además en su mayoría tenían sentencia favorable o iban a camino a ella. Esa deuda se calculaba en el ministerio de economía como de 12.000 millones de dólares. Por ese entonces un grupo pequeño de jubilados se juntaba a reclamar frente a la puerta del ministerio de economía, poco a poco fueron teniendo visibilidad en los medios, lo que hizo que el incipiente movimiento fuese creciendo.

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El otoño de los jubilados      

A comienzos 1991 se les sumó una mujer que estaba desesperada, Norma Beatriz Guimil de Plá, quien en ese momento tenía 59 años. La señora era viuda y cobraba una pensión miserable que no llegaba a los 150 dólares. Pese a que ya tenía edad para estar jubilada, ya que en ese momento la edad para las mujeres era de 55 años, al haber trabajado siempre en negro nunca había tenido aportes y por lo tanto no podía jubilarse.

Con el crecimiento del grupo de jubilados ya consolidado, la protesta tomó forma, se designó los miércoles como el día para llevarla a cabo y pasó del ministerio de economía a la emblemática Plaza Lavalle, ubicada a menos de dos cuadras de la 9 de Julio. La misma es tan grande que rodea por ejemplo tanto al Teatro Colón como al Palacio de Tribunales. En cuestión de semanas, esta mujer que llegaba desde el Barrio San José de Temperley, por carisma y personalidad, se transformó en la vocera y líder del grupo.

Una de las primeras medidas de protesta que organizaron fue una olla popular para los jubilados y las personas que quisiesen acercarse, lo que hoy parece una situación común y normal en el centro porteño, hace 30 años no lo era. La cosa terminó mal, cayó la policía federal, les notificó que no podían encender fuego en la plaza y los amenazó con llevarlos presos. Pero Norma iba a mostrar su temple, las fuerzas del orden no la asustaban y menos ir a un calabozo, por lo que ella misma encendió las brasas. Los oficiales apagaron todo a baldazo limpio y se la llevaron presa junto a otros que intentaron defenderla. Norma salió libre tras estar detenida tres horas en la ex comisaría 3° y enfrentó las cámaras de los medios presentes. Aseguró que iban a seguir con las ollas populares porque: “los abuelos tienen que comer” y  les advirtió a Menem y a Cavallo que no iba a aflojar. El hecho ocurrido en abril de ese año no pasó desapercibido para gran parte de la sociedad ni para quien esto escribe.

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Norma y yo

En 1991 este narrador tenía 16 años, cursaba 4° año de la secundaria en el turno tarde de la Escuela Normal de Avellaneda, y por las mañanas trabajaba como vendedor en la extinta juguetería Gadget, que quedaba a una cuadra y media del colegio. Obviamente que el trabajo era no registrado.

Pero además mi papá que había laburado también desde su adolescencia estaba desocupado por primera vez en su vida. Buscaba laburo y hacía alguna que otra changa, mi abuela materna, Carmen, tenía cáncer de páncreas y mi mamá la acompañaba varias veces a la semana a los médicos y a hacerse la quimio. En algún rato libre amasaba pre-pizzas para venderlas en la carnicería frente a nuestra casa. Llegar a fin de mes era una odisea para la familia

La abuela Carmen era todo para mi, era la que me había criado de chico mientras mis viejos se iban a trabajar. Desde que se había enfermado vivía con nosotros y yo le había cedido mi cama, dormía en un colchón en el living con la angustia de verla sufrir y de saber que pronto volvería a mi cama porque le quedaba poco.  

A pesar que tenía mucha vida social, contención familiar sumada a la de mis amigos y amigas, era un adolescente con mucha rabia. Creo que no hay mejor palabra para definir lo que me pasaba por dentro en ese entonces. Estaba furioso con el mundo que me tocaba vivir, con la injusticia.

Cuando vi por primera vez a Norma Plá hablando por tv tras su liberación de la comisaría, sentí que a pesar de la distancia generacional que nos separaba, ella me representaba. Me llenaba su bronca, sus ojos llenos de ira y de furia me devolvían  mi espejo interior. Además le ponía una pasión inmensa a la lucha, se había enamorado de la causa y no le importaba ir contra los molinos de viento, Norma todavía creía en las utopías, como yo en ese momento.

A los pocos días me tocó ir como todos los meses a la farmacia Inglesa del Norte, la de Santa Fe y Carlos Pellegrini en el pleno centro porteño. Siempre iba a buscar el preparado de morfina que le daban a mi abuela para mitigar los dolores del cáncer. Como trabajaba por la mañana, lo hacía por la tarde contando con la buena onda del preceptor Guille que no me pasaba la falta.

Esa semana elegí ir un miércoles para después mandarme a chusmear la marcha de los jubilados de Plaza Lavalle que quedaba a pocas cuadras de la farmacia. Cuando llegué pude comprobar que no serían más de 50 y que estaban totalmente desorganizados, ya desde varios metros podía distinguirse a Norma, su pelo blanco se destacaba entre todos los manifestantes que un 90% también peinaban canas, pero ella tenía como un aura fantástica y uno podía darse cuenta quien lideraba sin haberla visto antes en televisión. La protesta transitó con tranquilidad, pero la reflexión final cuando Norma cerró la jornada dejaba en claro de que manera iba a encarar la lucha, a todo o nada y prometió que iba a dejar la vida en eso. Lamentablemente cumplió.

Doña Quijote de los jubilados

Durante 1991 los jubilados comandados por Norma Plá fueron grandes protagonistas de los medios de comunicación. El 5 de junio se produciría uno de los momentos más épicos y recordados, la dirigente harta de no recibir respuestas logró colarse en el Congreso de la Nación donde el ministro de economía Domingo Felipe Cavallo daba explicaciones a una comisión parlamentaria y fue a encararlo. Tras perseguirlo por un pasillo del edificio anexo, lo acorraló y al funcionario no le quedó otra que reunirse con ella frente a las cámaras presentes que cubrían semejante momento.

Norma le manifestó que ella podía sobrevivir gracias a la ayuda de sus hijos, pero que había otros jubilados que no tenían para comer ni alquilar una pieza y dormían en la Plaza Lavalle. Cavallo visiblemente quebrado recordó a su padre, un laburante cordobés y explotó en llanto. Ella lo consoló y sus palabras se transformaron en un clásico de la década del 90: "No llore señor ministro, no llore. Tenga fuerza para defender lo suyo. Usted tiene madre... pero seguro que no está en la Plaza Lavalle con nosotros, debe estar mejor".

La emoción del ministro no se tradujo en un aumento para los jubilados y Norma comenzó a intensificar la lucha. Sus métodos fueron pioneros para la época, acampes, ollas populares, cortes, cuestiones que hoy son tan habituales en el paisaje del centro porteño, hace 30 años no lo eran. En Plaza Lavalle llegó a acampar junto a otros jubilados durante 80 días.

Durante ese 1991 cuando la Argentina recibió la visita del príncipe británico Andrés, organizó una protesta frente a la embajada de los usurpadores de las Islas Malvinas con una de sus clásicas choriceadas. El fuego de la parrilla además le sirvió para quemar la bandera del Reino Unido delante de las cámaras de tv quienes en ese momento le acercaron el micrófono, la dirigente no tuvo empacho en amenazar al visitante real: “como quemaron as los chicos de las Malvinas, así va a quedar el principito cuando venga”. Pero tras su frase parafraseando al dictador y genocida Galtieri, la policía federal entró en acción y le apagó el fuego a baldazos. Norma no se amilanó, revoleó los chorizos dentro de la embajada y desafió a los oficiales. Por supuesto terminó nuevamente detenida. Tras salir haría otra gran declaración: “Siempre estoy detenida, pero no por ladrona ni por corrupta, sino por decirle la verdad a estos señores que nos están apaleando constantemente, pero la vamos a seguir. Somos más pueblo que milicos, que no se olviden de eso”.

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El movimiento de jubilados y las marchas de los miércoles fueron creciendo con el paso del tiempo, cada vez convocaban más gente y la visibilidad mediática que generaba la figura de Norma hacía que todo lo que hicieran tuviera gran repercusión. Reclamaban una jubilación mínima de 450 pesos/dólares cuando esta era de solo 150. La Quijote de la clase pasiva se transformó en un dolor de cabeza para el poder de turno y no se la iban a dejar pasar.

Con el paso del tiempo y el crecimiento del grupo, a Norma se le pegó un jubilado joven, un tal Raúl Castells que se convirtió en su sombra y mano derecha. Coincidentemente con su llegada, las marchas se fueron enturbiando cada vez más, gente extraña aparecía en algún momento y generaba algún destrozo que inmediatamente provocaba la represión de la federal. Pero no solo eso, Castells comenzó a operar internamente contra Norma para dividir al movimiento de jubilados y desacreditarla.

Pero además de la infiltración de los servicios de inteligencia en el movimiento de jubilados, de sus detenciones y golpizas, comenzó una campaña de desprestigio contra la dirigente. Debido a sus ausencias en las marchas por razones de salud, comenzó a correrse el rumor de que había sido comprada por el gobierno y vivía como millonaria. Lo cierto es que cada tanto Norma aparecía por el Congreso pero cada vez se la veía peor, muy flaca y visiblemente deteriorada, el cáncer la estaba consumiendo. Sus detractores eran tan miserables que decían que su enfermedad era falsa.

A comienzos de 1996, casi 5 años después de ese famoso abril del 91, Norma participó de su última marcha de los jubilados. En junio de ese año falleció en su casa del barrio San José. No era millonaria y si estaba enferma, sus cenizas fueron esparcidas donde ella pidió, la Plaza Lavalle.

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Walter y los pibes.

Ese mes de abril de 1991 todavía tenía un hecho triste y emblemático más darle a la sociedad argentina, especialmente a quienes éramos jóvenes. El viernes 19 el grupo que más tarde se transformaría en el más convocante de la historia argentina, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, tocaban en el estadio Obras Sanitarias de la ciudad de Buenos Aires. Walter Bulacio tenía 17 años e iba por primera vez verlos. Pero como era común tanto en los recitales como en los partidos de fútbol, la policía tenía que justificar sus operativos con cierta cantidad de detenidos.

Durante la entrada al recital, 72 chicos fueron víctimas de una razzia de la seccional 35 de la Policía Federal, entre ellos Walter, quien cursaba su último año de secundaria y trabajaba como caddie de golf. Fueron alojados en esa comisaría bajo la figura de averiguación de antecedentes. A la mañana siguiente el pibe Bulacio fue llevado por efectivos policiales al Hospital Pirovano con traumatismo de cráneo y marcas de golpes en todo su cuerpo. Al médico que lo atendió llegó a contarle que había sido salvajemente golpeado por los oficiales. Tras 5 días internado, terminó falleciendo debido a la salvaje golpiza.

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Por su crimen solo fue condenado el comisario Miguel Ángel Espósito, quien estaba a cargo de la seccional 35, pero su condena no fue por el homicidio sino por privación ilegal de la libertad, por el que solo recibió tres años y medio de prisión en suspenso. Cabe señalar que la condena sería dictada 22 años después del asesinato.

Si bien el crimen de Walter nos horrorizó, los adolescentes estábamos acostumbrados al abuso policial, en las marchas de estudiantes secundarios contra la Ley Federal de Educación, la policía también reprimía con palos, balas de goma y gases, a pesar que éramos menores. Su accionar era abalado por el propio presidente de la nación, que ocasión de una marcha nos trató de “vagos y forajidos” y nos mandó a estudiar. Hoy sería un escándalo que se reprima de esa forma a los menores.

Ese convulsionado abril de 1991 legó estos tres hechos históricos, pero a muchos de nosotros nos encendió por muchos años la llama de la rabia, una rabia que aun hoy es muy difícil dejar atrás.

Publicado el: 2021-04-14